(Simón o Simeón; Betsaida, Galilea, ? – Roma ?, h. 64/67). Apóstol de Jesucristo y primer jefe de su Iglesia. Era un pescador del mar de Galilea, hasta que dejó su casa de Cafarnaúm para unirse a los discípulos de Jesús en los primeros momentos de su predicación; junto con él se unieron a Jesús otros pescadores de la localidad, como su propio hermano Andrés y los dos hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, todos los cuales formaron parte del núcleo originario de los doce apóstoles.
San Pedro carecía de estudios, pero pronto se distinguió entre los discípulos por su fuerte personalidad y su cercanía al maestro, erigiéndose frecuentemente en portavoz del grupo. A través de los evangelios puede trazarse un perfil bastante completo de su personalidad. Pedro es sencillo, generoso e impulsivo en sus intervenciones, que a veces denotan una incomprensión del auténtico mensaje del maestro. Jesús, por su parte, muestra por Simón una predilección que aparece patente desde el primer encuentro. Junto con Santiago Apóstol y San Juan Evangelista, Pedro participaba en toda la actividad de Jesús, asistiendo incluso a episodios íntimos de los que quedaban excluidos los demás apóstoles. En Cafarnaúm, Jesús debió ser a menudo huésped de la familia de la que procedía la mujer de Pedro.
El sobrenombre de Pedro se lo puso Jesús al señalarle como la «piedra» (petra en latín) sobre la que habría de edificar su Iglesia. En Cesarea de Filipos, al nordeste del lago Tiberíades, tuvo lugar el episodio en que San Pedro afirmó la divinidad de Jesús: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mat. 16, 16). Jesús juzgó la afirmación como efecto de una iluminación de lo alto y confirió a Pedro la máxima autoridad: «Bienaventurado eres tú, Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado eso la carne y la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y que sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de los cielos. Y todo lo que atares sobre la tierra será también atado en los cielos; y todo lo que desatares sobre la tierra, será también desatado en los cielos» (Mat. 16, 17-19).
Personalidad impetuosa y sincera, San Pedro tuvo también momentos de debilidad. Según el relato evangélico, San Pedro negó hasta tres veces conocer a Jesús la noche en que éste fue arrestado, cumpliendo una profecía que le había hecho el maestro; pero, arrepentido de aquella negación, su fe ya no volvió a flaquear y, después de la crucifixión y la resurrección, fue privilegiado con la primera aparición de Jesús y se dedicó a propagar sus enseñanzas.
Tras la muerte de Jesús (hacia el año 30 d. C.), San Pedro se convirtió en el líder indiscutido de la diminuta comunidad de los primeros creyentes cristianos de Palestina por espacio de quince años: dirigía las oraciones, respondía a las acusaciones de herejía lanzadas por los rabinos ortodoxos y admitía a los nuevos adeptos (incluidos los primeros no judíos).
Hacia el año 44 fue encarcelado por orden del rey Herodes Agripa, pero consiguió escapar y abandonó Jerusalén, dedicándose a propagar la nueva religión por Siria, Asia Menor y Grecia. En esa época, probablemente, su liderazgo fue menos evidente, disputándole la primacía entre los cristianos otros apóstoles, como Pablo o Santiago. Asistió al llamado Concilio de Jerusalén (48 o 49), en el cual apoyó la línea de San Pablo de abrir el cristianismo a los gentiles, frente a quienes lo seguían ligando a la tradición judía.
Los últimos años de la vida de San Pedro están envueltos en la leyenda, pues sólo pueden reconstruirse a partir de relatos muy posteriores. Posiblemente se trasladó a Roma, donde habría ejercido un largo apostolado justificativo de la futura sede del Papado: la Iglesia romana considera a San Pedro el primero de sus papas. Allí fue detenido durante las persecuciones de Nerón contra los cristianos, y murió crucificado. Una tradición poco contrastada sitúa su tumba en la colina del Vaticano, lugar en donde el emperador Constantino hizo levantar en el siglo IV la basílica de San Pedro y San Pablo.
Las epístolas de San Pedro
Las dos epístolas de San Pedro que se conservan forman parte, en el Nuevo Testamento, de las siete epístolas llamadas católicas que siguen a las catorce de San Pablo. La primera fue escrita en lengua griega, tal vez en el año 64, y va dirigida a los hebreos dispersos del Ponto, de Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia. Está fechada en Babilonia (V, 13), topónimo que, como en el Apocalipsis, indica tal vez Roma. Destaca en ella un parecido de pensamientos, de expresiones y de enseñanzas con las epístolas de San Pablo. Enérgica, vehemente y densa en sentencias, su estilo es conciso, elevado, autoritario y dulce a un mismo tiempo.
El propósito de la carta es exhortativo. En una primera serie de exhortaciones, San Pedro expone la dignidad del cristiano, la sublimidad de su vocación y la santidad de la vida que debe ser su consecuencia (I, 1-II, 10). Desde el capítulo II, 11 al IV, 6, con graciosas comparaciones, el apóstol recomienda obediencia, paciencia, respeto a la autoridad, amor a los enemigos y concordia entre los hermanos. La tercera y última parte (IV, 7-V, 14) contiene instrucciones para una vida pura y santa, primero para todos indistintamente y después para los pastores de almas en particular. En toda la epístola está presente Jesucristo, con sus padecimientos y sus consejos.
La segunda epístola, escrita aparentemente unos meses después, se presenta como una continuación de la primera y va dirigida a las mismas personas, según expresa el autor con las palabras «He aquí la segunda carta que os escribo» (III, 1). Generalmente se presume que San Pedro la dictó poco antes de su martirio, como se puede deducir del apartado I, 14. En la primera parte (I, 1-21), San Pedro recuerda los principios generales según los cuales deben los cristianos atenerse tenazmente a la doctrina recibida y a la práctica de las virtudes. En la segunda (II, 1-22) condena máximas y costumbres de los falsos doctores, cuya perversión de mente y corazón describe en fuertes términos y enérgico estilo. En la última (III, 1-13), ataca los frívolos argumentos con que aquellos sectarios se proponen desacreditar la doctrina de los fieles.
Las bellezas literarias abundan más en esta segunda epístola que en la primera. El estilo es vigoroso, a menudo impetuoso, y en toda ella se advierte una viveza especial y un esplendor impresionante de metáforas. Cierta diversidad de estilo entre esta carta y la precedente ha hecho dudar de su autenticidad; la Iglesia, sin embargo, la acogió en el canon tridentino, incluyéndola entre las epístolas católicas del Nuevo Testamento.